sábado, 19 de enero de 2008

Temple.














No era la primera vez que visitaba Londres. Como casi siempre, una fina lluvia caía en estos momentos de forma cansina, dando un tono gris a todo lo que veía Javier. Acababa de salir del Museo Británico y, refugiado en el atrio de grandes columnas, rodeado de turistas, un frío intenso pareció calar en su cuerpo, dejándole un momento indeciso frente al rumbo a tomar. En realidad no estaba haciendo turismo, como cualquiera hubiera pensado al verle, con su cámara a cuestas y ese aspecto de despistado que no podía evitar. Ya llevaba varios meses allí, aprovechando una beca. Había llegado con mucha ilusión y grandes esperanzas de labrarse un futuro. Siempre le había gustado estudiar...y desde luego la historia de civilizaciones antiguas siempre le había cultivado.


¿Seguía siendo aquel tímido estudiante de entonces? Algo parecía estar cambiando. El hecho de haber venido a Londres, sin amigos ni parientes, le hacía sentirse fuerte y capaz de sí mismo, como nunca antes lo había sentido.


Dejando atrás el gentío que se refugiaba de la lluvia a la entrada del British, se subió el cuello, ajustándose bien la bufanda para enfrentarse de nuevo a esa fría mañana de invierno londinense. Por lo menos, pensó, estaba aflojando la lluvia y podría pasear un rato para entrar en calor. Un tímido rayo de sol, o algo parecido, le animó a seguir la orilla del Támesis, un tanto desierta a esas horas. De vez en cuando, en algún banco, ancianos desocupados se entretenían en alimentar a las palomas. Las aguas del río se ondulaban levemente al paso de los buques de carga.





















Poco a poco, sin darse cuenta, absorto en sus pensamientos, se iba alejando del centro sin rumbo fijo. Sobrios edificios de oficinas, de ladrillo rojo y ventanas blancas, aparecieron ante su vista en medio de parcelas de césped. No parecía vivir nadie por allí, y las calles estaban desiertas. A través de las ventanas se entreveían personas trabajando. Un extraño silencio lo invadía todo. Empezaba a llover de nuevo y Javier, harto del maldito clima inglés, buscaba desesperado un lugar donde cobijarse. Y allí, casi escondida entre las casas, vio una pequeña y oscura iglesia de piedra. A través de las vidrieras se dejaba ver un poco de luz, seguramente de velas. Sin pensarlo entró por la estrecha puerta. Tan delgadas eran las ventanas y tan poca la luz en el interior que casi se cae al entrar. Poco a poco su vista se fue habituando, y empezó a distinguir las oscuras piedras. La humedad se respiraba, esa atractiva mezcla de olor a piedra e incienso. Le llamó la atención la forma circular, por su originalidad, y empezó a preguntarse qué tipo de iglesia era aquella, sin duda medieval. Ningún adorno había estropeado su belleza primitiva. Por el suelo, cubiertas por el polvo de siglos, se veían lápidas anónimas, algunas con inscripciones apenas visibles.

Se encontraba en una especie de éxtasis místico, aquel que le atacaba con frecuencia en circunstancias similares cuando penetraba en el interior de alguna de esas pequeñas iglesias románicas que le gustaba visitar. Sentado en aquellas, se había pasado tardes enteras escuchando el batir de alas de las palomas, el eco de unos pies ancianos sobre el pavimento, el olor a cera quemada. A pesar de su juventud, su natural introvertido le hacía sentirse a gusto en aquel entorno.

Estaba ya saliendo del interior cuando empezó a sonar el móvil en su bolsillo. Le hizo volver a la realidad bruscamente. Menos mal-pensó-que ya estaba fuera. Era su madre, tan atenta y preocupada como siempre por su hijo querido, deseosa de que volviera lo antes posible.


Sin darse cuenta se había sentado sobre una lápida, de las muchas que rodeaban la iglesia. De pronto, sus ojos parecieron quedarse fijos en un lejano punto, perdidos en el tiempo, y su expresión de asombro hubiera llamado la atención de alguien si no fuera porque estaba absolutamente solo. Y es que en esa lápida figuraba un nombre que no debía estar allí, desde luego no en aquel lugar ni en aquel tiempo.

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