miércoles, 13 de febrero de 2008

Shock 1, José Leandro Ayllón

José Leandro me ha dado permiso para poner aquí fragmentos de su obra. Copio aquí el primer capítulo de un relato de ciencia-ficción inédito, de título Marina, y que en realidad está concebido como un guión para un cómic SF. Me gusta mucho, tiene un aire a Philip K. Dick, autor entre otros del famoso ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en el que se basó Ridley Scott para su imprescindible película "Blade Runner".

Gracias, Ayllón!!


Shock 1

A regañadientes, mientras la secretaria forzaba con él para impedírselo, el nervioso individuo llegó hasta la puerta del delegado y consiguió abrirla. El alto funcionario hablaba en ese momento por teléfono, pero al verlo interrumpió la conversación. Otra vez tú, dijo resoplando. Pero realmente ya no se sorprendía. Era inútil sancionar o amenazar a aquel obstinado usuario, porque ya nada le daba miedo. Cómo podría castigarse a una persona que ya ha estado en el infierno. El hombre se arrodilló ante su escritorio. Ya no decía nada, sólo suplicaba en silencio. Está bien, dijo el delegado a la persona con quien se telefoneaba, te llamo luego. El desconocido se levantó y puso las manos en la mesa, y le dio las gracias en una fórmula árabe antigua. El estadista hizo un gesto con la mano, tal que si le llegara un fuerte olor.

-Déjate de agradecimientos, León, y menos en ese idioma

-Es mi lengua materna, señor, pero gracias de todas formas

-Pues aquí no hablamos así. Y déjate de dar las gracias. No te confíes tanto, sabes que tu solicitud no puede ser cursada. Te di todas las soluciones posibles. ¿Qué quieres ahora?

-He rastreado la Ciudad Cristiana, como usted me sugirió. He explorado incluso los callejones más oscuros y sucios. Y no la he encontrado. ¿Por qué alguien quiso hacer algo así?

-Quizás ella quiso huir… -comenzó a decir el hombre de la intendencia, pero al ver la furiosa mirada de Leandro se detuvo-. De todas formas, la facción urbana de la Cristiandad es enorme: varios siglos y ciudades la componen; es imposible que en tan poco tiempo la hayas rastreado. Te aconsejo que vayas al Campo de la Nada, durante la fiesta principal de su religión se reúnen allí para hacer celebraciones habitantes de todos los ciclos de su extraña fe

León inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

-Campo de la Nada… ¿Y dónde está?

-¿Crees que puedo saberlo? Si lo supiera sería un hereje, amigo mío, puesto que la verdadera fe no me permite saber nada de las religiones bárbaras. Debes tener cuidado con lo que dices. Si te doy estas informaciones es porque me corresponde como Delegado del Gran Intendente Universal

-Sé que mi petición debe cursarla el Emir en persona, responsable de la Medina, pero hasta ahora no ha encontrado nada. Gracias de nuevo

-Cálmate, no te acuso de haber puesto en las manos del G.I.U. este pequeño problema personal; los distintos senadores de las distintas urbes no tienen tanto poder ni dominan por completo el eje de la información como nuestro grande y munífico gobernador

-¿Qué debo hacer?

-Sigue buscando

-¡Como si no lo hiciera!

-Pero lo haces mal. Vas por ahí sin créditos ninguno. Tu búsqueda peatonal no tiene sentido, debes tener una tarjeta

-¡Una tarjeta! –exclama León arrodillándose- ¿Cómo podría conseguirla?

-La obtendrás gracias a la generosidad del gobernador. Yo personalmente te daré una. Tranquilo, no pongas esa cara; no te costará nada

En su desesperación, y llevado por la sencillez de su alma, León fue a recoger el pequeño objeto electrónico que el Delegado ostentaba entre sus dedos. El funcionario le miró como a un ladrón y retiró la mano.

-Cuando he dicho que no te costaría nada me refería al dinero. Pero todo tiene un precio. Si deseas una tarjeta deberás abrazar la nueva y verdadera fe

León volvió a derrumbarse. Su primera reacción habría sido echar a correr. Su mente no paraba de decirle: huye, huye. Sin embargo permanecía allí como congelado. Poco a poco fue estudiando el asunto y abriendo su cerebro a otras posibilidades, pero de todas formas, si finalmente aceptaba cómo podría presentarse, una vez que regresara a la medina interior, ante los jeques y sobre todo ante los alfaquíes. Sólo de pensarlo se le cortaba la digestión. Qué posibilidades podía haber para un musulmán que renegaba de su fe sino el exilio. ¿Y a dónde podría ir? Quizás donde los nasara, la facción cristiana, pero lo que había visto no le había gustado mucho; allí había demasiada miseria espiritual. No sabía si podría aguantar la tristeza de aquellos edificios ni la sobriedad de aquella existencia.

Futurama, la nueva ciudad, que en realidad no era otra cosa que la facción urbana del Capitalismo Zen, gobernaba a los otros complejos urbanos más antiguos, permitiendo que sus religiones no fueran condenadas por ilegítimas. Pero esa tolerancia religiosa, si bien oficial, a veces sólo se quedaba en el papel, y a veces se tomaban medidas coercitivas, lo que ocurría ciertamente últimamente con menos frecuencia. Obviamente, León no se imaginaba nunca viviendo en Futurama; prefería morir antes que vivir en la brillante ciudad zen.

-Acepto –dijo por fin.

-Estupendo. Llamaré al diácono para que ejerza el oficio de conversión

El delegado descolgó el teléfono y dijo una frase ininteligible. Quizás era una clave secreta. Poco después un hombre vestido de una túnica de satén que le llegaba hasta los pies, abrió la puerta del delegado sin pedir permiso. Sin duda debía ser un alto dignatario de la Nueva Fe. El sacerdote miró a León detenidamente y le hizo una seña extraña.

-No, no, querido diácono nuestro. No sabe ni los rudimentos de la Verdad. No es lo que se dice una conversión voluntaria

-Después de la ceremonia lo sabrás todo y la luz te bendecirá, no te preocupes –dijo el preste extrayendo un extraño aparato de un maletín negro.

León no estaba preocupado. Imaginaba qué iban a hacerle, pero ahora le daba igual qué sistema ideal, qué fe albergara su mente, porque jamás olvidaría lo que le había traído hasta aquí. Sólo un medio para hallar un fin. Seguiría intentándolo y tarde o temprano lo lograría. Entonces regresaría a la medina para recibir la bendición del Gran Ulema, que seguramente le libraría de aquel parásito que iban a introducir en su cerebro. Una cosa estaba clara para él y era incuestionable: no había sido una huida. Quienes le conocían lo sabían tan bien como él.

El diácono abrió una cremallera lateral del maletín y extrajo instrumental variado, pero entre tal había una tarjeta sanitaria. A pesar de los múltiples usos que pueda tener este tipo de dispositivo, imaginaba qué aplicación iban a usar. El musulmán comenzó a inquietarse. El delegado le indicó que se sentara. León le obedeció torpemente. Estuvo a punto de desmayarse cuando vio el pequeño objeto punzante. ¿Qué podía significar? Con la determinación de un carnicero, el preste agarró la mano del neófito y le punzó el dedo. León dio un pequeño respingo pero luego sonrió; había imaginado otra cosa. ¿Para qué necesitarán mi sangre? se preguntó cuando vio que aquella pequeña gota roja que emanaba su dedo la hacían depositar sobre la tarjeta sanitaria.

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