domingo, 24 de febrero de 2008

Shock 3.Guión para un cómic SF.

Shock 3

Madera es mi nombre, contestó al operario. El hombre asintió. Era un nombre clave, por supuesto, y sólo un iniciado podía llevarlo; ningún pagano podría robar esa denominación de esencia y hacerse apodar con ella. Así pues, León era libre para usar su tarjeta por primera vez. La Delegación de la Intendencia Universal había tenido la gentileza de otorgarle salida por una de sus puertas. Estaba ante ella y era realmente enorme; semejaba el pórtico de una pagoda. La jamba derecha tenía una ranura parpadeante donde pensó debía insertarse el card. Pero no sabía si quería traspasar el umbral. No estaba seguro de adonde quería ir. Sabía que debía ir, pero no por qué, y él quería cuestionárselo.

Finalmente, metió la tarjeta y marcó su destino: Urbe, la decadente ciudad; uno de los planos yacentes. Pertenecía a la facción cristiana y estaba a dos niveles por debajo de Futurama. Sería una terrible descensión y León las bajadas profundas le daban náuseas. La puerta dejó caer el oportuno aviso encíclico sobre el lugar al que se dirigía o supuestamente iba a visitar, pero por supuesto le dejo partir. Según la Ley Universal de Ciudades Yacentes tenía todo el derecho a hacerlo. Poco después se encontró vomitando sobre un suelo irregularmente pavimentado, aunque se tratase de una holovía. Consiguió levantarse y se encontró con el reverso de la moneda: la puerta que le había dejado allí mostraba por este lado una imitación metálica de algún pórtico de catedral: así se cambiaba de mundo y de creencias en el universo que le había tocado vivir. Pero él no era cristiano y no sabía qué demonios hacía allí. Ahora lo sabía menos que antes y por otra parte tenía una extraña sensación; una parte inconsciente de su ser parecía estar advirtiéndole de alguna amenaza. Quizás sólo estuviera demasiado sensible o susceptible después de la repulsiva bajada. Detestaba por otra parte ese mundo; las veces que lo había visitado movido por una inquisitiva obligación le había parecido demasiado variopinto y desmadejado, irregular, como si en la denominación de cristiano entrara casi todo. Estaba demasiado acostumbrado a lo excesivamente parejo y pulcro de su fanático mundo.


Cuántos mundos podía haber en una sola ciudad. Recordaba como su abuelo le contaba historias de un pasado legendario, donde los hombres que no fueron expulsados dejaron las inmensidades para refugiarse en una sola ciudad. Entonces, solía relatarle él con su voz sedosa pero grave, todos vivíamos juntos, atrapados pero juntos. Me hubiera gustado vivir en esa época, abuelo, solía responder él lleno de entusiasmo y de sueños.

Ahora miraba su época y los insólitos edificios de la ciudad con ojos de adulto, con una mirada escéptica, fruto del nihilismo del Capitalismo Zen. Urbe le resultaba ahora aún más repulsiva, y ni siquiera había embajadores para recibir a los que atravesaban la puerta de entrada. Posiblemente todavía estaba mareado, pero nunca se había sentido así. Con la mentalidad pragmática propia de su raza, se propuso encontrar el foco del malestar. Había heredado de sus antepasados, los fundadores de la Medina interior, cierto tesón y una habilidad especial por simplificar las cosas hasta llegar a su raíz, lo que era de gran ayuda a la hora de enfrentarse a problemas. Quizás estaba enfermo y no lo sabía. No sería de extrañar: en su búsqueda había recorrido demasiados lugares fríos y la pobreza le había obligado a dormir a la intemperie en más de una ocasión. Con los créditos de la ciudad zen no ocurriría de nuevo. Podría dormir en hoteles de lujo, si es que tal cosa podía haber en este apartado y patético mundo.

Pero confiaba en su fuerte y sana complexión. Sabía que no estaba enfermo. Comenzó levemente a percibir el punto de donde incurría la molestia: estaba en el pecho. Se lo tanteó y logró palpar un pequeño objeto, pero no conseguía localizar donde estaba. Quizás había sido cosido a la camisa. Aquí estás, se dijo, pequeña cosa que me estás fastidiando; vaya, estabas pegado en el interior del bolsillo, ¿eh? ¡Misericordia! ¡Es una bomba! ¡El jodido diácono me ha metido una bomba en el bolsillo! ¿Pero por qué? ¿Qué quieren de mí? Yo ya no quiero saber nada de estas cosas, he cambiado; estaba equivocado entonces y me arrepiento de ello. La guerrilla-yihad concluyó hace mucho; yo era demasiado joven, no sabía lo que hacía. ¡Misericordia!

Afortunadamente Leon tenía sobrada experiencia en explosivos, aunque debía reconocerse que hacía mucho que no veía un Dwarf, un modelo minúsculo como aquel pero capaz de hacer volar una catedral; pero sabía lo suficiente como para desactivarlo. Lo cogió sin miedo alguno, aun a sabiendas de que si detonara no dejaría nada para el forense; pero ya había pasado por esto antes. En un santiamén, la bomba fue desarticulada y se redujo a un objeto de un tamaño risible, que León abandonó allí mismo: ya era inservible. Ahora entendía su confusión. Se debía seguramente al parásito. Maldita cosa. O puede que los del G.I.U. hubieran aprovechado la desorientación posterior al implante para colocarle un objetivo en el cerebro que intentara suplantar al anterior. ¿Pero cuál era ese objetivo anterior? Era el peor momento para hacerse más preguntas: se había salvado de una muerte segura y había tenido la suerte de no toparse con una pareja de guardas ecuménicos haciendo la ronda. Además, no quería ni pensar qué consecuencias se hubieran dado de haber estallado. Jamás sabrían que la bomba no vino de Medina, sino de Futurama. Posiblemente, pensó el árabe, la idea era que yo me autoinmolara. Pero estaba vivo. Ellos por supuesto lo sabrían en cuanto volviera a utilizar la tarjeta. O tal vez no si permanecía siempre en los mundos yacentes. Decidió que eso es lo que haría.

Cerca de aquella puerta había otras para poder moverse por los distintos distritos de la intrincada Urbe, pero se dejó llevar holovía abajo. Le sorprendió descubrir que no había muchos vehículos, pero luego sonrió ante su torpeza: aquella carretera holográfica sólo llevaba a la Puerta y se ve que en Urbe, al contrario que Medina, no hay mucha afluencia en dirección a Futurama. Urbe era una facción cerrada en sí mismo, perdida en el tiempo; también lo era Medina, pero allí la gente es más amante de la diplomacia, de las relaciones gubernamentales. Mientras caminaba, León vio llegar a una pareja de ecuménicos, pero pasaron por el lado sin prestarle atención. Tuvo una repentina sensación de libertad. Tal vez era un sentimiento absurdo, pero lleno de calor. Había caminado mucho cuando un letrero luminoso parpadeaba frente a él diciendo Bar Bar Bar. Está bien, se dijo, sé que lo tengo prohibido; pero aún no sé del todo quién soy, qué busco ni qué hago aquí. Desde fuera el bar daba la semejanza de un bunker; imaginaba que tras esa puerta podía esperarle cualquier cosa. Y así era: habitantes ecuménicos de Urbe se unían en el jolgorio con los no ecuménicos, así como a renegados de su mundo natal, a los que no se atrevió a mirar, y algunos asiáticos exiliados de Ciudad Pagoda, la facción que fue sepultada por Futurama. Jamás hubiera esperado esta mezcolanza en Urbe, pero este era uno de esos locales de puerto, que acoge a muchos refugiados y gente de paso.


José L. Ayllón.

Marina.

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